jueves, 30 de diciembre de 2010

Javier Cercas sobre la transición.

"Aunque no tuviera la alegría del derrumbe instantáneo de un régimen de espantos, la ruptura con el franquismo fue una ruptura genuina. Para conseguirla la izquierda hizo muchas concesiones, pero hacer política consiste en hacer concesiones, porque consiste en ceder en lo accesorio para no ceder en lo esencial; la izquierda cedió en lo accesorio, pero los franquistas cedieron en lo esencial, porque el franquismo desapareció y ellos tuvieron que renunciar al poder absoluto que habían detentado durante casi medio siglo. Es cierto que no se hizo del todo justicia, que no se restauró la legitimidad republicana conculcada por el franquismo ni se juzgó a los responsables de la dictadura ni se resarció a fondo y de inmediato a sus víctimas, pero también es cierto que a cambio de ello se construyó una democracia que hubiese sido imposible construir si el objetivo prioritario no hubiese sido fabricar el futuro sino enmendar el pasado: el 23 de febrero de 1981, cuando parecía que el sistema de libertades ya no peligraba tras cuatro años de gobierno democrático, el ejército intentó un golpe de estado que a punto estuvo de triunfar, así que es fácil imaginar cuánto tiempo hubiera durado la democracia si cuatro años antes, cuando apenas arrancaba, un gobierno hubiera decidido hacer del todo justicia, aunque pereciera el mundo. Es cierto también que el poder político y económico no cambió de manos de un día para otro -cosa que probablemente tampoco hubiera ocurrido si en vez de una ruptura pactada con el franquismo se hubiera producido una ruptura frontal-, pero es evidente que enseguida empezó a someterse a las restricciones impuestas por el nuevo régimen, lo que al cabo de cinco años produjo la llegada de la izquierda al gobierno y desde mucho antes el inicio de la reorganización profunda del poder económico. Por lo demás, afirmar que el sistema político surgido de aquellos años no es una democracia perfecta es incurrir en una perogrullada: tal vez exista la dictadura perfecta -todas aspiran a serlo, de algún modo todas sienten que lo son-, pero no existe la democracia perfecta, porque lo que define a una democracia de verdad es su carácter flexible, abierto, maleable -es decir, permanentemente mejorable-, de forma que la única democracia perfecta es la que es perfectible hasta el infinito. La democracia española no lo es, pero es una democracia de verdad, peor que algunas y mejor que muchas, y en cualquier caso, por cierto, más sólida y más profunda que la frágil democracia que derribó por la fuerza el general Franco. Todo eso fue en grandísima parte un triunfo del antifranquismo, un triunfo de la oposición democrática, un triunfo de la izquierda, que obligó a los franquistas a entender que el franquismo no tenía otro futuro que su extinción total. Suárez lo entendió enseguida y obró en consecuencia; todo eso que le debemos; todo eso y, en grandísima parte, también lo obvio: el período más largo de libertad de que ha gozado España en su historia. No otra cosa han sido los últimos treinta años. Negarlo es negar la realidad, el vicio inveterado de cierta izquierda a la que continúa incomodando la democracia y de ciertos intelectuales cuya dificultad para emanciparse de la abstracción y el absoluto impide conectar las ideas con la experiencia. En fin, el franquismo fue una mala historia, pero el final de aquella historia no ha sido malo. Pudo haberlo sido: la prueba es que a mediados de los setenta muchos de los más lúcidos analistas extranjeros auguraban una salida catastrófica de la dictadura; quizá la mejor prueba es el 23 de febrero. Pudo haberlo sido, pero no lo fue, y no veo ninguna razón para que quienes por edad no intervenimos en aquella historia no debamos celebrarlo; tampoco para pensar que, de haber tenido edad para intervenir, nosotros hubiésemos cometido menos errores que los que cometieron nuestros padres".

3 comentarios:

Alfonsino dijo...

¡Qué gran relato! Muchos que han vivido la época de la Transición y bebido de su espíritu lo han dicho una y otra vez: aparcar las diferencias y posicionarse para un proyecto común, no sacar rencillar y matarse mutuamente, sino crear un pacto unidos para afrontar el futuro de manera ejemplar.

Así que la actual memoria histórica, ¿es desmemoria?

alexroa dijo...

Bien por Cercas, no le tenía por un tipo tan sensato.

mansan dijo...

Hay algún matiz en el texto que denota desconocimiento de la historia en lo que se refiere al final de la IIª República y al comienzo del Franquismo.

Prefiero pensar que es desconocimiento, por que de lo contrario solo me quedaría la opción de pensar en reduccionismo histórico, simplificación tergiversada -o tergiversadora- o directamente manipulación intencionada.

El Franquismo como tal, no comienza el 17, 18, 19 o 20 de julio de 1.936. En estas fechas comienza el Alzamiento Nacional o la Rebelión Militar (como lo llame cada cual), y con ello la guerra civil, pero no el franquismo.

Franco se incorpora a la llamada Junta de Defensa Nacional que se crea por decreto de 24 de julio de 1936, el 3 de agosto (al fracasar el alzamiento en Madrid y morir el 20 de julio el General Sanjurjo) y el 1 de octubre de ese mismo año es cuando la propia Junta decreta que sea Franco quien ostente la "Jefatura del Gobierno del Estado Español"

Por lo que con rigor histórico, es muy simplista afirmar que el Franquismo "conculcó" la "legitimidad republicana"

De hecho Franco se incorporó al Alzamiento como jefe "natural" del Ejército de África, viajando desde las Canarias a Larache en el famoso Dragón Rapide. Pero la Jefatura del Ejército del Norte la tenía "el Director" que era como se conocía al General Mola, por dirigir el golpe en ausencia de Sanjurjo, hasta que este se incorporara desde su exilio en Portugal -muriendo en el accidente del avión que le traía. Y el ejército en Andalucía estaba a las órdenes de Queipo de Llano.

Mientras Franco era claramente monárquico, aunque aceptara la República sobrevenida por la marcha de Alfonso XIII en abril de 1931, tanto Mola como Queipo eran republicanos.

No se pueden contar historias tan complejas reduciéndolas a unas pocas líneas sin caer en las medias verdades, que se convierten en rotundas mentiras.

Desconocer la historia es condenarse a repetirla, por ignorancia, factor que abunda ultimamente en la clase política.