No me suele gustar el remoloneo de los que detestan grandielocuentemente la Navidad, pero comprendo sin esfuerzo a los que, sufrientes, ven llegar estas fechas con más miedo que incluso pena, ante las acechanzas de la segunda. Al fin y al cabo, es habitual sentir la falta de un ser querido cuando nos juntamos el resto para celebrar un difuso pero sincero sentimiento difícil de calificar. Sea como sea, me gusta este precioso escrito que os presento, un escrito que me envió hace un año mi hermano desde el Perú, que un amigo (poeta, no hay más que leerlo) escribió en virtud de estas fechas, un escrito que no representa la verdad entera, como ninguno lo hace, pero sí una verdad tan respetable como todas las demás.
Me opongo a la navidad
Me opongo a la navidad porque en navidad todo en el Perú nos da más pena que de costumbre. Porque llega trayendo sus tradicionales incendios en depósitos clandestinos de artefactos pirotécnicos. Porque aquí no existe la nieve, ni los trineos, ni los renos, ni las mediecitas rojas que se cuelgan en las chimeneas, (ni las chimeneas), ni Papa Noel, ni Santa Claus ni Taita Noel. Porque es la época en que el pabellón de quemados del Hospital del Niño se rebalsa de nenes achicharrados para los que luego habrá que recaudar fondos a fin de hacerles dolorosos transplantes de piel con pellejo de chancho. Porque en las calles hay más niños escuálidos que nunca, más pordioseros, más ancianos hambrientos, más locos calatos y, sobre todo, más y más ladrones, muchísimos más desesperados dispuestos a cortarte la yugular con tal de comprarle a su viejita una oferta de panetón con plastilitro de regalo. Porque –como bien profetizara Valdelomar- el país es el Jirón de la Unión y de todos lados brotan multitudes, hordas, manadas, procesiones y yo aborrezco las procesiones aunque vayan por fuera. Porque los villancicos siempre me dan ganas de llorar a gritos. Porque todos se vuelven locos por comprar pavos, canjear pavos, rellenar pavos, hornear pavos, llenar su maletera con pavos como si el puñetero pavo, por lo menos, fuera rico, como si hubiera sobre la tierra carne más insípida, más seca y más monse que la carne de pavo, de pavita, de pavipollo, de pollipavo o cualquiera de sus múltiples y estúpidas mutaciones. Porque la comida navideña es vomitiva y a todo le meten manzana delicia y mezclar manzana delicia con mayonesa me parece de peor gusto que servir puré de manzana delicia que, como se sabe, es comida para bebe o para enfermo. Porque el estruendo de los cohetones vuelve locos a mis perros que no tienen la culpa de nada. Porque todos quieren jugar al amigo secreto, especialmente en esas oficinas patéticas donde nadie en su sano juicio quisiera tener amigos ni siquiera a escondidas. Porque la noticia clásica es la del menor que –creyendo que eran caramelos- se comió los rascapiés y se murió botando espuma por la boca. Porque la gente que está más sola en este mundo tiende siempre a suicidarse en nochebuena. Porque la gente se alucina bondadosa porque, en lugar de botarla directamente a la basura, le dona la ropa vieja a la parroquia o le convida un tazón de chocolate caliente al guachimán del edificio que, probablemente, está que se caga de calor. Porque en el brindis de las doce de la noche todos se acuerdan de los muertos y se largan a llorar cual magdalenas. Porque hay demasiados carros y taxis y combis y custers al mismo tiempo y los choferes imbéciles de siempre se ponen más imbéciles aún y el tráfico en Lima se vuelve –como todo lo demás- un puto infierno. Y me opongo a ella, muy especialmente, porque hace creer a los niñitos ricos que se lo merecen absolutamente todo mientras que a los niñitos pobres les deja claro que la única bicicleta con la que podrán soñar será la volcánica diarrea que les producirá la grasienta leche en polvo con que algunas señoronas filantrópicas y culposas prepararán -primorosamente- la chocolatada de los cholos.
Me opongo a la navidad porque en navidad todo en el Perú nos da más pena que de costumbre. Porque llega trayendo sus tradicionales incendios en depósitos clandestinos de artefactos pirotécnicos. Porque aquí no existe la nieve, ni los trineos, ni los renos, ni las mediecitas rojas que se cuelgan en las chimeneas, (ni las chimeneas), ni Papa Noel, ni Santa Claus ni Taita Noel. Porque es la época en que el pabellón de quemados del Hospital del Niño se rebalsa de nenes achicharrados para los que luego habrá que recaudar fondos a fin de hacerles dolorosos transplantes de piel con pellejo de chancho. Porque en las calles hay más niños escuálidos que nunca, más pordioseros, más ancianos hambrientos, más locos calatos y, sobre todo, más y más ladrones, muchísimos más desesperados dispuestos a cortarte la yugular con tal de comprarle a su viejita una oferta de panetón con plastilitro de regalo. Porque –como bien profetizara Valdelomar- el país es el Jirón de la Unión y de todos lados brotan multitudes, hordas, manadas, procesiones y yo aborrezco las procesiones aunque vayan por fuera. Porque los villancicos siempre me dan ganas de llorar a gritos. Porque todos se vuelven locos por comprar pavos, canjear pavos, rellenar pavos, hornear pavos, llenar su maletera con pavos como si el puñetero pavo, por lo menos, fuera rico, como si hubiera sobre la tierra carne más insípida, más seca y más monse que la carne de pavo, de pavita, de pavipollo, de pollipavo o cualquiera de sus múltiples y estúpidas mutaciones. Porque la comida navideña es vomitiva y a todo le meten manzana delicia y mezclar manzana delicia con mayonesa me parece de peor gusto que servir puré de manzana delicia que, como se sabe, es comida para bebe o para enfermo. Porque el estruendo de los cohetones vuelve locos a mis perros que no tienen la culpa de nada. Porque todos quieren jugar al amigo secreto, especialmente en esas oficinas patéticas donde nadie en su sano juicio quisiera tener amigos ni siquiera a escondidas. Porque la noticia clásica es la del menor que –creyendo que eran caramelos- se comió los rascapiés y se murió botando espuma por la boca. Porque la gente que está más sola en este mundo tiende siempre a suicidarse en nochebuena. Porque la gente se alucina bondadosa porque, en lugar de botarla directamente a la basura, le dona la ropa vieja a la parroquia o le convida un tazón de chocolate caliente al guachimán del edificio que, probablemente, está que se caga de calor. Porque en el brindis de las doce de la noche todos se acuerdan de los muertos y se largan a llorar cual magdalenas. Porque hay demasiados carros y taxis y combis y custers al mismo tiempo y los choferes imbéciles de siempre se ponen más imbéciles aún y el tráfico en Lima se vuelve –como todo lo demás- un puto infierno. Y me opongo a ella, muy especialmente, porque hace creer a los niñitos ricos que se lo merecen absolutamente todo mientras que a los niñitos pobres les deja claro que la única bicicleta con la que podrán soñar será la volcánica diarrea que les producirá la grasienta leche en polvo con que algunas señoronas filantrópicas y culposas prepararán -primorosamente- la chocolatada de los cholos.
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